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Por qué la NASA puso a prueba un avión con esta curiosa ala que gira

Alexandra Ferguson

(CNN) — No hay muchos aviones que puedan presumir de ser realmente únicos en su especie, pero el AD-1 de la NASA es sin duda uno de ellos. Un delgado cigarro puntiagudo con una sola ala que gira sobre un eje central, lo que provoca una sorprendente asimetría en vuelo. Nunca se ha construido otro avión pilotado con un ala capaz de girar en un ángulo de 20 a 2, pero lo fascinante es saber por qué se inventó en primer lugar.

El concepto se conoce como “ala oblicua”, un subconjunto del “ala de barrido variable” o “ala oscilante”. La idea existe desde la década de 1940, pero no fue hasta el proyecto de la NASA en la década de 1970 cuando se puso a prueba la tecnología.

Demostró con éxito que el concepto de ala oblicua tenía potencial para el desarrollo de aviones supersónicos de pasajeros altamente eficientes, así como aplicaciones militares, pero más de 40 años después de que el avión experimental volara por última vez, no ha habido otros que sigan su ejemplo.

Su inventor, el ingeniero aeronáutico Robert T. Jones, del Centro de Investigación Ames de la NASA en California, fue un pionero que quiso desafiar las convenciones. “Uno de los supuestos tácitos en el diseño de aviones es el de la simetría bilateral o especular”, escribió en 1972 en un estudio científico sobre las alas oblicuas. La idea de que un ala pivotante conduciría a mejores aviones supersónicos era “sorprendente”, admitía, pero esperaba poder demostrar sus méritos.

Antes de construir el AD-1, Jones probó un modelo en un túnel de viento. Los resultados mostraron que un avión supersónico con un ala oblicua tendría el doble de ahorro de combustible que un ala tradicional. También haría menos ruido durante el despegue, tendría un estampido sónico más silencioso y una mayor autonomía. Con estos datos alentadores, Jones obtuvo la financiación necesaria para pasar a tamaño real.

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79 vuelos

El AD-1 fue un aparato de presupuesto modesto, que costó unos US$ 240.000 en total, o algo menos de US$ 1 millón en la actualidad. La cifra era tan baja que parte del personal de la agencia pensó que estaban aprobando un avión a control remoto, en lugar de uno con piloto, como narra Bruce I. Larrimer en “Thinking Obliquely”, un libro de la NASA sobre el programa AD-1.

El diseño corrió a cargo de la leyenda de la aviación Burt Rutan, conocido por sus creaciones audaces y a menudo disidentes. Con poco más de 11,5 metros de largo, el avión monoplaza se asentaba cómicamente bajo respecto al suelo debido a un tren de aterrizaje corto optimizado para reducir la resistencia aerodinámica y tenía solo 2 metros de altura. Estaba propulsado por dos pequeños motores turborreactores y su velocidad máxima era de solo unos 320 km/h, en aras de la seguridad. Sobre todo era ligero, con un peso en vacío inferior a 680 kg gracias a una estructura de plástico reforzado con fibra de vidrio. No tenía ningún sistema hidráulico.

Su principal curiosidad estructural, el ala pivotante, estaba unida al fuselaje justo delante de los motores y funcionaba con motores eléctricos activados por un interruptor en la cabina. Durante el despegue y el aterrizaje, el ala estaba siempre en posición neutra o perpendicular. Solo se activaba durante el vuelo de crucero, y en incrementos lentos a lo largo de los 79 vuelos del programa.

Imagen de exposición múltiple que muestra el movimiento del ala en el AD-1. Crédito: NASA

Prueba de concepto

El avión despegó por primera vez el 21 de diciembre de 1979, con el piloto de investigación de la NASA Thomas McMurtry a los mandos: “Estaba ansioso por saber cómo se comportaría”, dice Christian Gelzer, historiador jefe del Centro de Investigación de Vuelos Armstrong de la NASA. “El ala podía pivotar hacia atrás [a los tradicionales] 90 grados respecto al fuselaje para poder aterrizar, y descubrió que habría que hacer un descenso muy suave y lento, pero se conseguiría lo que se necesitaba y no pasaría nada”.

El barrido máximo del ala, de 60 grados, se alcanzó en abril de 1981, tras lo cual el avión voló durante un año más de pruebas. Se pidió a todos los pilotos implicados en el programa que evaluaran su manejo, y el consenso general fue que el rendimiento del AD-1 era aceptable hasta los 50 grados de barrido, o justo por debajo del máximo. A partir de ahí se producía cierta degradación, descrita por la NASA como “características de vuelo desagradables y malas cualidades de manejo”, pero que la agencia creía que podría haberse mejorado con materiales y una construcción más sofisticados.

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Lo más importante, sin embargo, era demostrar que el avión podía volar con seguridad y con una resistencia reducida, confirmando los resultados del túnel de viento de Jones: “El principio funcionaba”, dice Gelzer, “y creo que el AD-1 era como otros aviones experimentales de la NASA, en el sentido de que cómo se comportaba era menos preocupante comparado con si hacía o no lo que debía hacer”.

Robert T. Jones posa con el AD-1. Crédito: NASA

Futuro oblicuo

Durante el programa, Boeing y Lockheed realizaron estudios de diseño sobre posibles aviones supersónicos de pasajeros con un diseño de alas oblicuas, para estar listos para construir uno cuando el AD-1 hubiera probado el concepto.

Uno de los aviones propuestos, el Boeing 5-7, podía transportar 190 pasajeros y volar a Mach 1,2, más rápido que el sonido, utilizando cuatro motores turbofán. Habría tenido 87 metros de largo, con una envergadura de 61,5 m en la posición sin barrer, reduciéndose a 40 m en barrido máximo.

Pero el Boeing 5-7 nunca pasó de ser una idea sobre el papel, como tampoco lo hizo ningún otro avión de ala oblicua, salvo el propio AD-1, que realizó su último vuelo allá por 1982. La razón es que un ala pivotante era demasiado complicada mecánicamente en comparación con la simple configuración de las alas para velocidades supersónicas y la aceptación del compromiso de una menor eficiencia al volar subsónico. Este diseño podría adoptar la forma de un ala delta —una forma triangular utilizada por el Concorde, entre otros— o simplemente un ala barrida, con un ángulo optimizado para viajar más rápido que el sonido.

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Algunos aviones militares, como el B-1B Lancer de los años 80 o el F-111 Aardvark de los 70, tenían alas de geometría variable, que permanecían completamente abiertas a velocidades subsónicas y luego pivotaban más cerca del fuselaje cuando volaban supersónicos, ofreciendo la mejor maniobrabilidad y eficiencia de combustible posibles. Pero su complicada ingeniería y sus piezas móviles añadían complejidad, peso y la posibilidad de fallos mecánicos: “En el caso del F-111, había dos gigantescos engranajes de titanio que movían las alas. El titanio es caro, difícil de trabajar y pesado”, dice Gelzer.

El AD-1, con una sola ala pivotante en lugar de dos, pretendía en parte lograr las mismas ventajas con menos complicaciones, pero en última instancia seguía sin superar a un simple diseño de ala de barrido: “Ya nadie construye aviones [de geometría variable], aunque intenten alcanzar velocidades supersónicas: simplemente barren las alas y los hacen volar así. Puede que no sea todo lo eficiente que se desea, pero se ahorra el dolor de cabeza del mecanismo y el peso”, añade Gelzer.

Al final, el programa AD-1 demostró tener potencial, pero no lo suficiente para justificar la inversión en un complicado sistema que el diseño moderno había convertido en superfluo. Sin embargo, los datos recogidos durante esos 79 vuelos han sido útiles, y no podemos descartar que vuelvan a serlo en el futuro.

“Nunca diría que el concepto no va a volver nunca”, dice Gelzer. “Pero no veo la aplicación ahora mismo, porque tenemos una forma de evitar lo que intentábamos solucionar”.

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