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OPINIÓN | Critiqué la guerra en Gaza. Luego me despidieron de mi trabajo como Santa Claus

Alexandra Ferguson

Nota del editor: Ken Dorph es un consultor que vive en Sag Harbor, Nueva York. Las opiniones expresadas en este comentario son exclusivas de su autor.

(CNN) — El año pasado me invitaron a ser Santa Claus en el Sag Harbor Cinema, el renovado cine art déco de la pintoresca ciudad ballenera de Sag Harbor, Nueva York. Llevo más de 30 años residiendo en este pequeño pueblo; he descubierto que el ADN ballenero de Sag Harbor y su carácter luchador e independiente va bien conmigo. Desde Betty Friedan hasta John Steinbeck, este pequeño lugar ha acogido a toda una serie de artistas, intelectuales y pensadores independientes.

Me encantó ser Santa Claus y me dijeron que tenía un talento innato. Me encantaba charlar con los niños y me metía de lleno en el papel. Siempre les decía que Santa Claus sabía que eran muy buenos niños o niñas. Intentaba ser un Santa Claus inclusivo. Cuando los elfos me trajeron a la hija pequeña del rabino local, le dije que Santa Claus quería a todo el mundo. Tuvimos una charla encantadora. Los ojos de unos padres guatemaltecos se abrieron de par en par cuando hablé en español. Los más pequeños, sin embargo, no se inmutaron: claro, Santa Claus habla español. ¿Qué no has visto “Miracle on 34th Street”?

El periódico local me hizo una entrevista maravillosa como Santa, con reporteros haciendo preguntas tontas, como si Santa se había topado alguna vez con Krampus y cuáles eran las galletas favoritas de Santa. Más tarde, la Cámara de Comercio de Sag Harbor también me contrató como su Santa Claus. El Santa Claus de la Cámara llega volando al pueblo, hace sonar la campana del camión de bomberos y se reúne con los niños en el molino de viento.

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El San Nicolás original, que legó su nombre a nuestro Santa Claus a través del Sinterklaas neerlandés, vivió en la actual Turquía. En las culturas occidentales, nuestro Santa tomó esa semilla y la mezcló con las tradiciones nórdicas, incluido el concepto de Yule.

En los años 30, el artista de origen sueco Haddon Sundblom utilizó su rostro escandinavo como modelo para los famosos anuncios de Coca Cola, consolidando así su imagen. Por supuesto, hoy en día Santa Claus puede ser negro, transgénero o chino, pero esa imagen sigue siendo la que mira fijamente a los niños desde sus libros. Santa es especial, un abuelo mago bondadoso que responde a los sueños de los niños. Por eso me encantó encarnar a este personaje.

Pero el espíritu de Santa Claus me habla por otras razones que tienen que ver con mi propio viaje de descubrimiento y divulgación intercultural. Durante décadas, me he encontrado en una situación poco habitual. Por un lado, estoy emocionalmente ligado a la cultura judía y simpatizo profundamente con el deseo de un Estado judío. Crecí en un proyecto de viviendas en Brooklyn que era abrumadoramente judío asquenazí. Yo era un Shabbos goy y conocía a vecinos que tenían tatuajes de los campos. Fui al instituto Stuyvesant y luego a la Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton, ambas con una población estudiantil judía considerable. La cultura judía era, y en muchos sentidos sigue siendo, una cultura con la que siento una conexión emocional.

A los 19 años viajé a Marruecos. El viaje formaba parte de un tercer año en el extranjero que cambió mi vida. Acabé pasando años en el mundo árabe, primero como estudiante y luego como profesional. Hablo árabe con fluidez y he trabajado en todo el Medio Oriente, incluso formando parte de equipos de reparación en naciones destrozadas por las armas estadounidenses, como Iraq, Yemen, Siria, los territorios palestinos y Libia.

En el Medio Oriente desarrollé lazos profundos y duraderos con la gente del mundo árabe. Y dada mi experiencia en la región, a menudo me piden que hable de ella. Tras el horrible atentado de Hamas y la devastadora respuesta israelí, varios amigos y vecinos me preguntaron qué pensaba. El 28 de octubre, di una charla en una iglesia local de Sag Harbor titulada “Palestina/Israel: ¿Qué pasa?” a sala llena. La reacción fue abrumadoramente positiva.

Aproximadamente un mes después, me invitaron como miembro de la audiencia a asistir a una conferencia en la sinagoga local sobre el tema “Responder a las preguntas difíciles” sobre Israel. Dado el intrigante título, percibí la invitación como una rama de olivo. Pensé, tal vez de forma narcisista, que me habían invitado específicamente por mi experiencia única en el Medio Oriente.

No podía estar más equivocado. La charla, más que informar, parecía destinada a ofrecer instrucciones sobre cómo desviar las preguntas difíciles que cuestionan al gobierno de Benjamin Netanyahu y su violencia contra los palestinos. Me enfrenté al orador para rebatir lo que consideraba inexactitudes en la presentación y, cuando terminó, compartí lo decepcionante que me había parecido. La charla fue poco útil y a mis oídos sonó como una sesión de propaganda.

Señalé que no abordaba ni remotamente las “preguntas difíciles” necesarias para contribuir a la paz en la región. La presentación me pareció una oportunidad perdida de mantener un debate real, en un momento en que miles de palestinos estaban siendo asesinados por las armas estadounidenses.

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Varios días después, recibí un correo electrónico de la Cámara de Comercio de Sag Harbor en el que se me informaba que debía entregar mi traje rojo adornado con pieles, mi cinturón negro ancho y mis cascabeles: me consideraban demasiado franco para ser Santa Claus. Me sentí devastado. No solo estaba triste por perder la oportunidad de pasear por el pueblo en el camión de bomberos con todo mi alegre esplendor, sino que me sentí golpeado por haber hablado en otra vida, como otro personaje.

[Nota del editor: el Comité Ejecutivo de la Cámara de Comercio de Sag Harbor declaró en un comunicado que se pidió a Dorph que se apartara después de que publicara en las redes sociales una “publicación oficial de la Cámara” en la que aparecía en el papel de Santa Claus sin la aprobación del grupo, y debido a sus recientes actuaciones en foros públicos. La Cámara aludió a su “larga trayectoria como anfitriona de un encuentro muy sencillo con Santa Claus, intrínsecamente libre de cualquier controversia gracias al anonimato de Santa Claus”].

Un amigo periodista se puso en contacto con el diario The New York Times, y un reportero se puso en contacto conmigo. Después de pensarlo mucho, al fin y al cabo, es una ciudad pequeña, decidí que tenía que contar lo que había pasado. El periódico publicó la historia, que fue recogida en todo el mundo. Me alegra decir que, desde que se publicó la historia, me han invitado a hacer de Santa Claus por todo Estados Unidos y más allá.

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Como era de esperar, esta polémica ha amplificado el debate sobre cómo y si podemos hablar de Israel y del pueblo palestino sin ser castigados. Espero fervientemente que la mala voluntad que ha suscitado localmente se transforme en buena voluntad.

Soy un firme creyente, por mi trabajo en mi consultoría, el negocio dirigido por mi yo no-Santa, de que cuantos más debates abiertos e informados mantengamos, más probabilidades tendremos de alcanzar las mejores soluciones.

Espero que esto también sea cierto para el supuestamente intratable Medio Oriente.

La trágica relación entre israelíes y palestinos no es un huracán ni un terremoto. Es un problema creado por el ser humano y puede tener soluciones creadas por el mismo. De hecho, los seres humanos somos los únicos que podemos resolverlo.

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